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lunes, 30 de agosto de 2010

Para salvar al árbol de la quina: la especie vegetal patria en peligro de extinción

(El Comercio).- Desde hace años, todos los domingos en la mañana, de manera puntual y ceremoniosa, la bandera peruana se levanta blanquirroja contra el cielo azul de Cascarilla. El escudo en el centro se deja ver a ratos entre los pliegues que forma el viento recio de este pueblo cajamarquino ubicado a 2.700 metros de altura: la cornucopia rebosante, la vicuña y ese árbol que la gran mayoría de peruanos solo hemos visto en figuritas, como a los hermanos Ayar o el flotante Naylamp. Por mucho tiempo ese mismo árbol pudo ser cualquiera de los muchos que crecen en el Bosque de Huamantanga, vecino de Cascarilla. Sin embargo, hace cinco años al escudo se le mira de una manera distinta en este pequeño pueblo a una hora de Jaén: ya se sabe que el árbol de la bandera es el mismo que ha venido creciendo en las áreas de cultivo circundantes, el mismo que por generaciones ha procurado cura efectiva contra la fiebre, los resfríos y los males reumáticos. Y también que se llama quina o cascarilla, igualito al pueblo. Dos nombres distintos para un solo orgullo.

Viaje a la semilla
Al árbol de la quina nadie lo había identificado como tal en este pueblo hasta que, algo azarosamente, un grupo de entusiastas trujillanos se propuso preservar esta especie esquiva en los lugares donde aun se le pudiera encontrar. El tecnólogo médico Roque Rodríguez es el presidente lo que se denomina el Instituto Nacional de Investigación de la Expedición Científica: “Por la Ruta del Árbol de la Quina”, y hoy por hoy es casi un paisano más, un trujillano convertido en cascarillano por vocación. Roque Rodríguez alguna vez trabajó en el Servicio de Laboratorio del Hospital General de Jaén, ahí se encontraría por primera vez con el árbol que marcaría lo que ha asumido casi como una misión: “En el hospital, los pacientes con malaria –o paludismo– decían que se trataban con una planta amarga y que ellos preferían tomar eso en vez de las cápsulas que les recetaban, tan grandes que parecían hechas para pavos”, cuenta entre risas.
Por curiosidad de científico, Rodríguez fue en busca del mentado árbol. Era el año 2005 y cuando estaba rumbo a San Ignacio, en la frontera con Ecuador, donde esperaba encontrar algún rastro de él, un curandero le comentó de la existencia de un pueblo donde le vendían una corteza amarga. Rodríguez enrumbó sus pasos y se encontró con el pueblo de Cascarilla, sin saber todavía que era uno de los pocos lugares en el Perú donde la escasa quina todavía se podía encontrar en su estado natural.
Cascarilla es el nombre con el cual los españoles bautizaron a esta planta medicinal –en quechua se le conoce como ccarachucchu–, que fue un milagro del Nuevo Mundo. De hecho, su nombre científico de cinchona se debe a la historia que cuenta que, en el siglo XVII, la esposa del virrey Luis Jerónimo de Cabrera y Bobadilla, Conde de la Chinchona, fue salvada del paludismo gracias a la ingestión de un macerado de esta planta. Este mismo brebaje, obtenido de la maceración de la corteza del árbol en aguardiente, es el que se sigue tomando en Cascarilla hasta el día de hoy. De hecho, por el nombre mismo del pueblo, Cascarilla –pueblo cafetalero con calles alfombradas de granos pelados que se secan al sol– tiene ganado el privilegio de ser una suerte de capital peruana de un árbol que alguna vez significó la esperanza mundial frente al otrora letal paludismo, y que se ganó su prestigio de símbolo patrio por ese mismo motivo, aun cuando ahora se encuentre casi en peligro de extinción y se le haya refundido en el olvido malamente.

Sueños febriles
La vida de los cascarillanos ha cambiado desde la llegada de la expedición científica de Trujillo. Con el descubrimiento de la presencia de la quina en lo que ellos denominan su Santuario –un bosque pequeño y tupido a dos horas a pie del pueblo–, muchos proyectos se han animado y algunos pocos logros se han alcanzado. Todo esto forma parte de un esfuerzo conjunto entre la expedición trujillana y los pobladores, mezcla de sueño y realidad. Roque Rodríguez se explaya en los pormenores de un futuro ideal: “En el Santuario de Cascarilla podemos encontrar hasta siete especies de cinchona, la mayor variedad que se puede hallar en el Perú en un solo lugar. Las hojas de la cinchona las queremos secar y pulverizar para hacer un mate filtrante de poderes antifebriles, también queremos elaborar amargo de angostura con la quina y llamarlo el Amargo del Inca para ponerlo en nuestro pisco sour, y queremos aprovechar los pequeños troncos de quina –que son tallos huecos– para elaborar quenas y antaras”.
Todos estos proyectos alucinantes pasan por la implementación de una planta de procesamiento en el mismo poblado de Cascarilla donde se pueda producir quinina, el alcaloide usado en la industria farmacéutica para elaborar medicamentos contra el paludismo, por ejemplo, o en la elaboración de agua tónica y demás bebidas amargas similares. Según cálculos de la propia expedición científica, en el Perú se gastan cerca de 118 millones de soles anuales en el tratamiento de la malaria y, específicamente en medicamentos, cerca de 80 millones. La inversión en una planta de procesamiento para la cascarilla tendría un monto mucho menor y crearía una fuente de ingresos invaluable para la comunidad, además de significar un ahorro considerable para la economía del país. Todos estos sueños son los que alimentan los esfuerzos de un grupo de científicos y entusiastas que no reciben apoyo oficial, unos soñadores solitarios.

Qué verde era mi bosque
Sin embargo, a pesar de la importante presencia de quina en las tierras de Cascarilla, la cantidad de árboles encontrados sigue siendo insuficiente. A decir de Joaquina Albán, bióloga del Museo de Historia Natural de Lima e investigadora del árbol de la quina, “aun no se puede decir que la quina esté en peligro de extinción, pues no se han realizado los estudios de campo necesarios sobre la cinchona. Pero sí creo que debería ponérsele en un estatus de mayor vigilancia para evitar la disminución de las poblaciones que ahora podemos encontrar”.
Esa escasez, producto de la depredación y falta de conciencia, es la misma que lamentan los pobladores de Cascarilla, que han resuelto revertir tal situación con un incipiente programa de reforestación. Neptalí Fernández es cascarillano, tiene 36 años y con su machete va abriéndose paso entre la espesura del Santuario de Cascarilla. Allí, en un descanso bajo la sombra de un árbol de quina de 30 metros, dice: “Ahora gracias al colegio del pueblo algunos saben de la quina, pero la mayor parte de los pobladores no la conocíamos. Sabíamos que su madera era buena porque nuestros padres y abuelos la usaban para hacer sus casas, pero no que era una planta tan valiosa. Imagine cómo nos sentimos de haber tenido bosques que ahora están depredados por gente que venía de la ciudad a depredar, y ahora tenemos que reforestar”. De hecho, la reforestación de quina en las tierras de Cascarilla ya empezó y se espera que no cese hasta alcanzar los 100 mil ejemplares, una meta que solo se podrá alcanzar con constancia y mucha paciencia. Igual, al Santuario de Cascarilla ya algunas empresas turísticas de Jaén lo están proponiendo como destino para ver en vivo nuestro símbolo patrio, además de avistar al gallito de las rocas y chapotear en sus arroyos con el fondo de la Catarata de la Momia, de más de 30 metros de altura.
Sea como pinte el futuro, en esta conexión Trujillo-Cascarilla, el Instituto Nacional de Investigación de la Expedición Científica “Por la Ruta del Árbol de la Quina”, un conjunto multidisciplinario de 25 profesionales, se la está jugando por rescatar esta especie. Ya lograron la germinación de su semilla in vitro gracias al ingeniero Carlos Rodríguez, de la Universidad Nacional de Trujillo, y el ingeniero Fredy Leyton ha elaborado el primer champú de quina. También se han hecho plantaciones simbólicas en Trujillo y el Santuario Histórico de Machu Picchu, todo con la plata del propio bolsillo y sin pedir nada a cambio: “A Cascarilla vinimos por una planta de quina y eso es lo único que nos hemos llevado, todo lo que venga será para la gente de Cascarilla”, concluye Roque Rodríguez sujetando un frágil brote de nuestro árbol entre sus broncas manos.

Árbol caído
“El negocio que se nos fue de las manos”
En la actualidad, la producción de quinina se realiza por método sintético, lo que ha mermado considerablemente el comercio de corteza de quina natural. El de esta especie es uno de los ejemplos más tristemente célebres de apropiación de un recurso autóctono por manos extranjeras. Se sabe que en 1865, el comerciante inglés radicado en Perú, Charles Ledger, vendió siete kilogramos de semillas de cinchona –cuyo tamaño es diminuto– a industriales holandeses que las plantaron en la isla de Java, actual Indonesia, con lo que la producción se hizo intensiva por esa zona, además de otros países africanos como el Congo y Ruanda, cuyas plantaciones se estima que abastecen un 80% del consumo mundial de quina actual.

Explotación autorizada
El marco legal aplicable al árbol de la quina
Según la Dirección de Forestal de Gestión y Fauna Silvestre del Ministerio de Agricultura, en el Perú no se registra en la actualidad comercio formal de corteza de quina, ni para consumo interno, ni para exportación. Sin embargo, según sostiene el biólogo Guillermo Ramos, miembro de dicha unidad, la explotación sí puede darse aunque bajo un control estricto. En el año 2006, el Decreto Supremo 043 2006 AG, levantó la veda que se impuso sobre la cinchona a través de una resolución ministerial de fines de los años setenta. Lo que se le exige a los agricultores según esta ley de Categorización de Especies Amenazadas, es que la explotación se haga en un área autorizada donde se cuente con un plan de manejo forestal, el mismo que garantice la explotación sostenible del recurso. Este plan debe hacerse con la asesoría de un ingeniero forestal autorizado por la Dirección. La corteza de quina, para ser aprovechada, requiere que el tronco sea cortado a cuatro metros del suelo. Solo así se podrá asegurar su rebrote efectivo.


Fuente de información: El Comercio
Por Sergio Llerena.

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